Cuando desempolvas la consola y Steam espera paciente

Redescubrir en infancia y ocio es una experiencia nostálgica que permite reconectar con los videojuegos que formaron nuestro pasado, desenterrar memorias y revivir sensaciones que parecemos haber olvidado en la vida adulta. Es más que simplemente jugar: es un viaje emocional hacia nuestras raíces como gamers, donde redescubrimos la magia de un tiempo en que el ocio era un tesoro y cada partida, una aventura única.

  • La importancia emocional de los videojuegos en nuestra infancia.
  • Redescubrir viejas consolas y juegos como un ritual nostálgico.
  • La experiencia sensorial de jugar títulos clásicos.
  • Valor de volver a experimentar y disfrutar juegos sin presiones modernas.
  • Videojuegos como arquitectos de recuerdos e identidades.

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Tabla de Contenidos

Redescubrir en infancia y ocio

Hay algo casi ritualista, una especie de peregrinaje del alma gamer, en el acto de redescubrir en infancia y ocio esos viejos compañeros pixelados o poligonales. Para mí, es como encontrar una foto descolorida en el fondo de un cajón, una de esas que te devuelve de golpe a un verano lejano, con el sol pegando en la cara y el tiempo estirándose hasta el infinito. No es solo un juego; es una cápsula del tiempo, una excusa para volver a pisar el césped de la nostalgia y sentir, aunque sea por un rato, que los años no han pasado y que las responsabilidades pueden esperar justo detrás de la puerta.

Compañeros pixelados

Recuerdo la última vez que me dio por desempolvar mi vieja PlayStation 1. Estaba en un domingo de esos que prometen calma, pero que suelen acabar con un email inesperado o la pila de ropa pidiéndome a gritos. En lugar de ceder a la lógica del adulto funcional, me topé con una caja olvidada en el armario. Dentro, junto a cables enredados y mandos algo pegajosos por el paso del tiempo y sabe Dios qué meriendas, estaba la consola. Y con ella, un puñado de discos rayados que me susurraban nombres como Spyro the Dragon o Crash Bandicoot. El placer de aquel reencuentro no fue el de un arqueólogo descubriendo un tesoro, sino el de un niño volviendo a la habitación donde dejó su juguete favorito, justo donde lo había dejado, intacto, esperando.

La magia del juego

La magia, creo yo, no reside solo en el juego en sí, sino en el contexto, en la memoria sensorial que se activa. Encender la PS1, ese sonido particular del lector de discos que parece toser antes de empezar a girar, la imagen un poco borrosa y saturada en la pantalla del televisor antiguo que rescaté para la ocasión. No era la nitidez del 4K ni los fotogramas por segundo que hoy nos obsesionan. Era la vibración cálida de los colores, la textura granulada de los polígonos, la música de introducción que se graba en el cerebro como una melodía ancestral. De repente, el café que me había preparado horas antes y que ahora estaba helado a mi lado, perdió importancia. Las notificaciones del móvil podían esperar. Mi única misión era saltar, girar y recolectar gemas como si mi vida dependiera de ello. Y, en cierto modo, en aquel preciso instante, mi vida como jugador satisfecho sí dependía de ello.

Reencuentros entrañables

Ese es el meollo de lo que significa redescubrir en infancia y ocio para nosotros, los que llevamos jugando desde antes de que el «gamer» fuera una etiqueta de marketing. Es la posibilidad de volver a experimentar ese placer simple y sincero, sin la presión de los logros, las microtransacciones o la necesidad de ser «el mejor». Es jugar por el puro gusto de jugar, de explorar un mundo que ya conocemos pero que, por alguna razón, siempre tiene algo nuevo que contarnos. Es como cuando, siendo niños, volvíamos a leer el mismo cuento una y otra vez, porque la familiaridad de sus páginas era un abrazo seguro.

Ironía de los remakes

Y es curioso cómo este sentimiento se replica con juegos de otras épocas, incluso de nuestra adolescencia, cuando el «ocio» ya no era tan inocente. Hace poco, con el aluvión de remakes y remasters que nos bombardean desde todas las plataformas, me dio por buscar el original de un RPG que jugué hasta la extenuación en mi época de instituto. No quería el lavado de cara, las nuevas texturas ni las voces regrabadas. Quería la aspereza del original, los textos que se deslizaban un poco raros en la pantalla, los menús que hoy nos parecerían toscos. Lo encontré en Steam, en una oferta de esas que te hacen sentir que te están haciendo un favor divino por dos euros. Y ahí estaba yo, un viernes por la noche, en vez de salir o ver una serie de moda, perdido en un mundo de fantasía con gráficos que hoy harían fruncir el ceño a cualquiera, pero que para mí eran pura poesía visual.

Paisajes emocionales

La ironía es que mi biblioteca de Steam tiene más juegos sin abrir que mi nevera tiene tuppers de comida preparada, y aun así, ahí estaba yo, dedicando horas a un título que ya me sabía de memoria. Es la contradicción dulce de nuestra pasión. Nos quejamos de no tener tiempo, de la montaña de juegos pendientes, de la velocidad a la que el mercado nos empuja a lo siguiente, y luego, de repente, nos detenemos. Nos sentamos, quizás con un té que se enfría, o con la luz de la lámpara de lectura, y nos sumergimos de nuevo en esos píxeles conocidos, en esas melodías que sonaban en bucle cuando éramos más jóvenes y el tiempo parecía estirar las horas hasta el infinito. Es un acto de rebelión silenciosa contra la tiranía del futuro, un ancla al pasado que nos recuerda quiénes éramos.

Nosotros, los que hemos crecido con un mando en las manos, sabemos que los videojuegos no son solo entretenimiento; son paisajes emocionales, archivos de recuerdos. El brillo de una pantalla CRT, el click-clack de los botones de una Game Boy bajo el sol del verano, la espera interminable mientras un juego de cinta cargaba en un Spectrum. Son sensaciones que no se pueden replicar con la tecnología actual, pero que se reviven cada vez que volvemos a esos mundos antiguos. El susurro de un ventilador de consola, el olor a plástico caliente, la frustración amable de un puzle que ya conocíamos. Es una conversación con nuestro «yo» más joven, un diálogo en el que nos decimos que, sí, todavía tenemos esa chispa, esa capacidad de asombro y de pura felicidad que se encuentra en algo tan simple como saltar sobre una tortuga o abrir un cofre.

Despedida

Al final, este acto de redescubrir en infancia y ocio es más que un simple pasatiempo. Es una forma de cuidarnos, de regalarnos un momento de autenticidad en un mundo que a menudo nos exige ser algo que no queremos ser. Quizás no dejamos de jugar: solo cambiamos los mundos donde seguimos viviendo y, a veces, volvemos a visitar los que nos hicieron quienes somos. ¿Qué viejo mundo has vuelto a explorar últimamente, y qué te ha contado sobre ti? Recuerda, no importa cuántas misiones secundarias haya en tu vida moderna, siempre hay espacio para un Mario saltarín en nuestro corazón.