Recuerdos iniciales

Recuerdo perfectamente la primera vez que la escuché. No era una sinfonía, ni la banda sonora de una película épica, sino un loop de unos pocos segundos que, con el tiempo, se ha anclado en mi memoria como el olor a café recién hecho o el murmullo de la lluvia en una tarde de otoño. Sí, estoy hablando de un menú inicial. Y sí, hoy es domingo, el café ya se ha enfriado junto a mi teclado, y aquí estoy, con Steam abierto, mirando el cursor parpadear sobre el botón de “Jugar” en un título que tengo instalado desde hace años. Pero no, no estoy listo para sumergirme. A veces, y me atrevería a decir que a muchos de nosotros nos pasa, lo único que quiero es eso: volver a jugarlo solo para escuchar el menú inicial.

La comodidad de lo conocido

El mejor DLC, sin duda, es un domingo sin prisas. Es la mañana en la que la luz se filtra suave por la ventana, el mundo exterior parece haberse puesto en pausa y el único ruido que rompe el silencio es el clic del ratón, o quizás el zumbido lejano de la nevera. Es en estos momentos cuando mi dedo, casi por inercia, se dirige hacia esos iconos familiares que llevan años residiendo en mi escritorio. No busco una nueva aventura, un desafío épico ni la última maravilla gráfica que devora los recursos de mi tarjeta. No, mis ojos y mi oído buscan la comodidad, el arrullo de lo conocido, la cápsula del tiempo que representa ese primer pantallazo, esa primera nota musical.

El backlog interminable

Sé lo que es tener un backlog infinito. Mi biblioteca de Steam tiene más juegos sin abrir que mi nevera tiene tuppers con sobras. Game Pass es una tentación constante, un buffet libre de maravillas a las que «debería» dedicarles tiempo. Pero entonces, llega el domingo, y toda esa presión autoimpuesta se disuelve en una niebla dulce. En lugar de sentir la obligación de ponerme al día con el último triple A, o de desentrañar las complejidades narrativas de un indie premiado, me encuentro gravitando hacia lo simple. Hacia la promesa de una experiencia que no exige nada, salvo mi presencia y un poco de nostalgia.

El poder del sonido

Y así es como me he encontrado esta mañana. Abriendo ese juego que he reiniciado, probablemente, más veces de las que he terminado. Un título al que le tengo un cariño especial, no por su historia (que es buena, sí), sino por la sensación que me da. Esa pantalla estática, el logo de la compañía que lo hizo —una pequeña firma independiente que ya no existe—, y, por supuesto, esa melodía. Es una pieza musical sencilla, repetitiva, pero con una magia particular. Evoca los días en los que la ilusión por un videojuego era algo puro, sin la sombra de las microtransacciones, sin los pases de batalla que te recordaban que «hay más» si sacabas la cartera. Eran días de «comprar y jugar», de sumergirse sin distracciones, de disfrutar del trabajo de los desarrolladores tal cual fue concebido.

La decisión final

Es curioso cómo los sonidos pueden ser tan potentes. No es solo la melodía; a veces es el suave murmullo de un ambiente, el sonido de las olas en un menú de un juego de piratas, o el tenue crepitar de una chimenea en el fondo de una posada digital. Son como mantras que nos transportan. Es una puerta a un recuerdo. Esa vez que lo jugué con un amigo, las risas al descubrir un bug absurdo, las horas perdidas intentando un jefe final, la satisfacción de por fin superar un puzzle. Todo eso está imbricado en ese breve fragmento de audio, en esa paleta de colores de la pantalla de inicio.

Nostalgia en los videojuegos

Y entonces, llega la decisión. ¿Lo cierro? ¿Me rindo a la tentación de una «partida rápida» que sé que acabará con la luz de la luna filtrándose por la ventana y con el café ya helado? O quizás, simplemente me quedo un rato más, escuchando. Permitiendo que esa melodía me envuelva como una manta vieja y cómoda. Es una forma de jugar sin jugar, de estar presente en el universo que tanto me dio, sin las ataduras de un objetivo o una misión. Es la paz de la contemplación, la alegría silenciosa de reconocer un viejo amigo en la pantalla.

Quizás es nuestra manera de resistirnos al bombardeo constante de lo nuevo. O quizás, simplemente, es la necesidad humana de volver al origen, a la raíz de una pasión. De reconectar con la inocencia del descubrimiento, aunque sea solo por unos minutos en el sofá, con la taza de café humeante a mi lado (o ya fría, ¿quién sabe?). Nos hemos vuelto maestros en el arte de la procrastinación gamer, prometiendo a esos títulos sin abrir que «mañana sí», mientras nos acurrucamos en el cálido regazo de lo ya vivido.

Porque al final, los videojuegos son más que bits y píxeles; son una parte de nuestra historia personal. Son el telón de fondo de un domingo tranquilo, el compañero silencioso de una noche insomne, el eco de risas lejanas. Y a veces, para sentir todo eso, lo único que necesitamos es esa melodía de inicio. Esa puerta que, aunque solo la abramos para mirar un momento, nos recuerda que el viaje, o al menos el sentimiento, sigue ahí.